Cuando se habla de los
juicios a que fueron sometidas algunas obras literarias – como es el caso de Madame Bovary o de Las Flores del Mal, ambos celebrados en 1857 – uno piensa en épocas
lejanas, censuras, siglos remotos. Eso explica, en parte, el desconcierto en
relación al juicio sobre el libro Howl de Allen Ginsberg, en 1957 (justo cien años después de los procesos de
las obras francesas citadas) en Estados Unidos de América, recreado en la
película homónima de 2010.
La película yuxtapone
diversos tiempos y técnicas cinematográficas: el proceso de creación del poema;
su famosa lectura/performance en la Six
Gallery, el siete de octubre de 1955 (que fue considerado el primer acto
público de la Generación Beat);
animaciones de partes del poema, inspirados en dibujos del propio Ginsberg; el
juicio de la obra; y una entrevista con el poeta sobre la composición y la
recepción de Howl, sus experiencias
en los hospitales psiquiátricos, sus amistades con Jack Kerouac, Neal Cassady,
y claro, con Carl Solomon.
Mientras veo la película
me acuerdo de la primera vez que leí Howl,
de la sensación de inaugurar la lectura con aquel verso repetido innumerables veces:
“He visto los mejores cerebros de mi
generación destruidos por la locura, famélicos, histéricos, desnudos…” y cómo
todo aquello cobró especial sentido en mi realidad adolescente, rebelde y
utópica. Me acuerdo de mi primer cigarrillo. Me acuerdo del prólogo de William
Carlos Williams, de leer el poema en voz alta y de la necesidad de un aliento
potente para aguantar la respiración larga de su ritmo. Me acuerdo de un amigo con
quien yo compartía lecturas, bebidas y sesiones de jazz. Me acuerdo que él llevaba
siempre a On the road sobre el salpicadero del Variant 1975: protegido por los Beats todavía no me explico cómo no
chocamos el coche en aquellas destiladas noches, en aquellas escalas modales por
donde yo paseaba mi cuerpo reciente.
Hoy he releído Howl. No soy justa. No puedo serlo.
Tantas cosas han pasado, otras lecturas, nuevos amores, inéditas experiencias. Me
viene a la mente mi profesor de literatura francesa que preguntó a un alumno en
la primera clase de la carrera: “¿Tú ya
has leído a Proust?”, al que el alumno contestó negativamente, con vergüenza.
El profesor le dijo: “¡Qué suerte tienes!
¡Ya me gustaría a mí poder leerlo por primera vez!”. Lo entiendo. Me quedo
con mis recuerdos. Es una pena, pero es así: el privilegio de la primera
lectura es único e irrepetible.
Condesa Lara