viernes, 19 de agosto de 2011

Cuento: EL NEGOCIO DE LA FAMILIA

           Escritos de la Ilustre Cuadrilla



Tenemos el honor de inaugurar un espacio en nuestro Condado, los “Escritos de la Ilustre Cuadrilla” para que otros nobles puedan compartir sus creaciones. Para abrir esta nueva sección contamos con la presencia del insigne Hidalgo Esteban.

Les dejamos con él.
Condado de las Letras

                 EL NEGOCIO DE LA FAMILIA

No estoy orgulloso, pero me da de comer. En este pueblo, que ni siquiera es de mala muerte, sólo viven viejos mezquinos que se agarran a la vida hasta que se les desmorona la humanidad en el duermevela de tubos y sueros de la convalecencia. No da para comer, y mira que me las prometía feliz cuando mi padre me enseñaba el negocio, como treinta años atrás, yo apenas un crío que no quería seguir estudiando, y le acercaba la cola, la sutura y el formol. Desde entonces, todos se han largado dejando a sus padres detrás. Aquí mismo le rellené con algodón los carrillos al mío, el que le dio nombre a la funeraria. Hoy ya no se puede vivir sólo de eso: de esperar que la vida cumpla y la muerte barra. Acaba el mes y no juntas para comer. Todo el mundo puede decir que qué se le va a hacer, pero no son ellos los que llegan a mi casa y miran a la cara a mi mujer y nuestros hijos. Así que algo debía hacer, algo tenía que ocurrírseme, de algún sitio tenía que sacar los cuartos.

Sé que no soy  un santo, pero ni me da vergüenza ni me arrepiento. Vosotros os tenéis que buscar la vida para cumplir el cupo de las multas, para mí es hacer lo mismo: vivir de la desgracia. Si estoy aquí es porque me tocó el gordo, hablando en plata. La funeraria es pequeña, de pueblo, innecesaria, con lo que cualquier aviso cuenta para mí. Mi teléfono lo maneja mucha gente, gente de mucho billete y mucho trapicheo, que es dónde está el negocio. Nadie quiere que se sepa nada y yo nunca pregunto, además estoy veinticuatro horas de guardia, por eso me llaman. Sólo tengo una condición: que pasen el coche al callejón y que esperen con las luces apagadas. El pueblo son dos calles y llego enseguida, cosa que se agradece. Es lo que hago siempre y es lo que hice aquella noche. Abrí las puertas para que pasasen el primer bulto metido en un saco de dormir empapado de sangre y orina, goteando, hasta la sala donde trabajo. Fui un momento a encender las luces y cuando volví ya se habían largado dejando tres bultos sobre la mesa, amontonados en pirámide y calando la sangre de uno a otro. Me apreté los guantes en la punta de los dedos, listo para trabajar, cuando oí los pasos por la puerta de atrás. Traía un paso tranquilo, ropa impecable, nudo perfecto, ojos secos. Se quedó junto a la mesa, mirando cada uno de los bultos un rato, luego se volvió con los labios apretados y una mano en el bolsillo interior de la chaqueta. Cuando abrió la cartera para darme el dinero, eché un vistazo a la fotografía de los cinco que siempre llevaba con él. Entendí lo que estaba pasando y sentí un pellizco de pena que disimulé apagando la colilla con la puntera. Sin dejarme rechazárselo, metió el dinero en mi delantal y se volvió. Desde la puerta miró a la mesa, y luego a mí, diciendo: “Es imposible que yo haya estado aquí, también estoy muerto. ¿Entiendes?”.

Hidalgo Esteban

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