martes, 16 de agosto de 2011

Cuento: EL PARPADEO DE LA LUNA QUE VIENE


La taberna del Mirlo es un antro de chusma y pendencias donde se cuecen las marrullerías más bajas de la ciudad. El Mirlo sirve a la concurrencia con gesto de revancha, como si quisiera ajustar cuentas a golpe de vasos contra la barra. ¡Marchando una caña, dos tintos y un coca-cola! Y resuelve la jugada con una bayeta que relame los resquicios de bebida vertida. El suelo está cochambroso, con garabatos de delincuencia impregnados en sus losetas; no hay más música ni otro son que la bulla desgalichada de sus clientes.

Uno de ellos se pone farruco al descubrir trampas de naipes que le han   hecho perder los cuartos. Hostia puta, que ya me estáis dando lo que se me debe – lo dice mientras se levanta y echa mano al bolsillo haciendo amago de coger la navaja. A todo esto, un botellín de Cruzcampo se le parte en mil pedazos en la testa y cae al suelo con mohínes de desconcierto. El artífice de esta salida ha sido el propio Mirlo, que no consiente ninguna gresca en su negocio, éste no es lugar para que se midan bravuras. ¡A pelear a la calle, ya estoy harto de decirlo! – se desgañita para que todos puedan oírlo. Un perro famélico dormita en la puerta, aunque el tugurio, enturbiado en un guirigay oscuro, no es propicio ni siquiera para un sueño canino.

Hay una especie de acuerdo tácito entre ellos y el Mirlo: éste ni oye ni ve lo que allí ocurre, y ellos respetan las normas que dicta su dueño; por eso todos callan y no dicen nada, no hay ninguna réplica que lo ponga a prueba. Venga Mirlo, no te cabrees, que a éste me lo llevo yo – dice uno que muestra entendimiento y que, muy solícito, levanta al perjudicado. ¡Aúpa Siroco, que no ha sido nada! El espectáculo ha acabado y el gallito de hace un momento, el tal Siroco, sale de la Taberna sin atisbo de resentimiento; sabe cómo funcionan las cosas en lo del Mirlo, y también sabe que el Mirlo es un protegido del Culebra, y que a cambio de una parte de las ganancias, éste escolta la Taberna con sus esbirros, así que más vale no meterse en problemas con él. Todo el mundo sabe cómo se las gasta.

La última vez que alguien la lio en lo del Mirlo fue hace mucho tiempo. El valentón de semejante hazaña fue el Tony, un traficante menor con aires de general y, por añadidura, ansioso de destacar en las filas de los que emborronan el grueso de las leyes. Sabía que de esta manera desafiaba al Culebra y que ésta sería su oportunidad para erigirse en amo y señor del chiringuito. Pero el que tienta la suerte puede recibir una estocada, y eso fue lo que le pasó al Tony. Dos días después apareció en la playa, enterrado hasta el cuello, con una mordedura de serpiente en la cara y un vómito seco en la arena. Los rayos del sol habían tostado su cara y amoratado la brecha de su cabeza, concebida con la culata de un revólver. Cuando lo encontraron, las moscas pululaban por las comisuras de sus labios como si intentaran reanimarlo con un boca a boca conjunto; pero ya nada se podía hacer por él, excepto desenterrarlo y descubrir que los brazos habían sido mutilados antes de la sepultura, por si se le ocurría masturbarse bajo la arena antes de dar el último suspiro.

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Pero volvamos a la taberna del Mirlo, donde nos encontramos en la parte de atrás, en la oficina, al Culebra, cerveza al lado y mirada de escarnio. Está solo, no hay nadie que lo moleste a estas horas. Está contando dinero mientras da caladas lentas a su cigarro, con ademanes pausados de funcionario.

Con su cara de Keith Richards y alacrán, el Culebra desempolva sus orígenes de delincuente de poca monta nada más mirársele a la cara. Tiene ese rostro de desaire que deberían de haber tenido los conquistadores de tierras calientes en años pasados, el trazo de sus mejillas es de líneas enjutas y lánguidas, desanimadas por permanecer allí; su porte alto contrasta con el laconismo de sus manos, que casi siempre están titilantes, distraídas, pero con persistencia de dominio cuando se disponen a ejecutar algún crimen en la telaraña fatídica que se hila en la medianoche.

 La primera vez que mató fue en una bravata callejera en la que lo habían humillado. El Culebra desenvainó su acero suizo y con el temple garbo de hidalgo asestó diez puñaladas, contadas por él mismo mientras cometía el hecho, en el menda aquel que se atrevió a cruzarse en su camino, de manera que tuvo que huir a las Américas algunos años, hasta que las aguas se apaciguaron y la gente se olvidó de él. Regresó con más sed de fechorías, y ya no se contentaba con dar palos pequeños, sino que quería negocios de alta alcurnia donde se pudiera sacar de verdad plata, como él decía, impregnado todavía de los vocablos que aprendió en su destierro.

La oficina es un habitáculo que huele a muerte, de sus branquias sale un olor fétido que barrunta los augurios que la gitana le había vaticinado hace dos días: “La sangre sube por las alcantarillas, Culebra, ya eres casi un despojo”. Pero él no creía en fuerzas oscuras soterradas, imaginaba que eran pamplinas de raza forjada en supersticiones. “Llegará dentro de poco la  destrucción, y tú no estarás preparado, el destino está escrito en el parpadeo de la luna que viene”. Cábalas de vieja rancia que se gana la vida refiriendo embustes -pensaba mientras la gitana le seguía con su dedo una línea pequeña en la palma de su mano izquierda, y lo miraba a los ojos como quien contempla la agonía de alguien que se muere en su regazo, un ser ensalivado en frialdad.

El Culebra para de contar, y sus manos se quedan suspendidas en el destello que la ventana propina sobre la mesa. Hay un sonido que viene del pasillo, unas pisadas extensas donde la noche pierde su calma. El Culebra, que ha mandado que no se le moleste, cubre la galería con un grito limpio: ¿Quién anda ahí?....Pero no hay respuesta, y los pasos suenan más cerca que nunca en este sótano carcomido de luna  llena. ¿Mirlo, eres tú? Se levanta con nerviosismo y derrama la cerveza sobre los billetes que estaban ordenados en la esquina de la mesa. ¡Mierda, me cago en la puta!   Abre el cajón y coge la pistola que tantas veces ha utilizado. Una pistola plateada con la que el Culebra se siente más seguro y con la que apunta directo a la puerta, en dirección a las pisadas sonámbulas que se acercan. La sangre sube por las alcantarillas. El corazón le late con fuerza,  pasa un segundo que para él es una enredadera de tiempo. El Culebra se santigua, lo hace siempre que siente que la muerte se balancea a su lado, y eso que nunca ha creído en Dios, pero el gesto en sí le diluye el miedo al vacío.

Los pasos han cesado en mitad del pasillo, ahora el silencio es atroz. La oficina está en la parte de atrás de la taberna, y para llegar a ella hay que pasar un patio grande y un largo corredor cuya luz lleva meses estropeada, de modo que cuando se atraviesa parece un túnel interminable. Al Culebra siempre le gustó tener su cuartel general en este lugar; de sobra sabía que allí se podía albergar los acontecimientos más violentos de su negocio en la reserva y clandestinidad más absoluta. Más de una vez habían torturado a algún desgraciado para que les diera información antes de matarlo, y nadie había escuchado nada, no era probable que los gritos llegasen más allá de aquella habitación.

- Quienquiera que seas, te cuento hasta tres para que me digas quién eres o disparo -el Culebra tenía resecas las comisuras de los labios, y su voz sonaba como el aullido de  una bestia acorralada.

De pronto, una tos grave retumba en el silencio del momento, en un latigazo de sombras que se cuela en la oficina. Ya eres casi un despojo.

-Ya me estoy cansando de la broma. Uno... - el Culebra empieza la cuenta atrás.

Se reincorpora y empieza a buscar la linterna que siempre está encima de la estantería. Quiere saber quién es antes de matarlo, quiere verle la cara antes de mandarlo al otro mundo. Joder, ¿dónde coño está la puta linterna? - masculla mientras aparta de un manotazo los cartones de tabaco que se interponen en su búsqueda. Pero no está, la linterna ha desaparecido del lugar donde solía hallarse.

En ese instante, una luz sale disparada del pasillo directa a su cara.

El miedo viene en un destello que arrolla al Culebra. Cae al suelo y forcejea unos segundos para no perder la pistola, pero sus muñecas se retuercen en una sacudida y el arma se desliza debajo de la cómoda. ¡Ah, mierda! La luz se apaga y se enciende de manera intermitente alumbrando su rostro, en un regocijo que lo llena de un sudor frío.

            Una voz confusa se escurre desde la sombra: Dos.....

         Se vuelven a escuchar los pasos avanzar, y el Culebra intenta coger la pistola, pero se ha metido muy al fondo y su brazo no es lo suficientemente largo como para llegar a ella. La linterna que sale del corredor sigue pestañeando y haciéndose cada vez más intensa a medida que se acerca. La luna es un gran círculo de delirio. ¿Quién eres, joder? El Culebra sabe que tiene que afrontar el destino que le viene y por eso empieza a rezar la única oración que sabe, Padre Nuestro, que estás en el cielo... Un escalofrío le desborda la nuca y junta las manos en un acto de fe.

La noche se hace más noche cuando la luz de la oficina se apaga, y la linterna en el semblante del Culebra es la única claridad que acompaña la escena. ¡No me mates, por favor! La figura está ya dentro de la habitación. Llegará dentro de poco la destrucción, y tú no estarás preparado. La madera del suelo cruje, delatora de la cercanía. El Culebra, que ha olvidado en estos momentos el Padrenuestro, se queda a mitad del rezo y no encuentra otra forma de aplacar el miedo que le sube por la columna. ¡Por favor, coge el dinero que quieras! Está todo en la caja fuerte, toma te doy las llaves. El Culebra ofrece un manojo de llaves a la sombra, que de un manotazo las manda al otro lado de la habitación. Si no quieres dinero, ¿qué quieres de mí? La luna, en un chispazo, da forma a la figura. El Culebra no le ha visto la cara, pero ha podido vislumbrar que en una mano lleva la linterna y en la otra una pistola.

La sombra irrita por su parsimonia, todos sus movimientos son calmos hasta el límite, como si hubiera sabido desde el principio cuál iba a ser el final. En un gesto de desafío, pone su cara muy pegada a la del Culebra. Su resuello con olor a cerveza lo desborda en un temor agudo. Ya sabes lo que tienes qué hacer -le dice con una voz que al Culebra le es muy conocida. No perdamos más el tiempo -revolotean sus palabras al antojo de la noche.

La habitación ha quedado en penumbras, la luz de la linterna se ha apagado. El Culebra tiene que dejar pasar unos segundos hasta acostumbrarse a la oscuridad que le trae la muerte. Puede ver a la sombra, pero no logra distinguir su cara, la luna cierra su párpado sabiéndose cómplice. El miedo cada vez es más fuerte. Sabe que nunca ha tenido misericordia con sus víctimas, sin embargo, en esta situación está dispuesto a implorar una vez más por su vida. ¿Qué puedo hacer por ti? Haré lo que quieras, pero no me mates, te lo suplico. La sombra está empezando a perder la paciencia y le mete un golpe seco en la cabeza. El Culebra empieza a sangrar y, por primera vez, toma conciencia de su situación. Ningún grito serviría de nada, nadie lo escucharía, la taberna queda demasiado lejos y la ventana da a un solar abandonado hace años, no hay escapatoria. El destino está escrito en el parpadeo de la luna que viene. Te repito, no perdamos más el tiempo - la sombra sentencia con una repetición que determina lo que llega.

Le da la pistola al Culebra. Éste la coge sin rechistar. Ha entendido perfectamente qué es lo que debe hacer. Acaricia el arma, la cual está fría como sus manos. Sus dedos se deslizan suavemente por ella, pero hay algo que le es familiar. La luna proyecta un reflejo de espejos. El Culebra puede verla, definitivamente es su pistola.

La noche se retuerce en una corazonada, en un destino que el Culebra debe cumplir. Es ahora cuando la sombra empieza a reír y se inclina de nuevo para que se le escuche: Sí, es nuestra pistola. La risa suena a batir de huesos. El Culebra gime mientras se pone el arma apuntando su cabeza.

En las postrimerías de su vida, se acuerda de la gitana de hace dos días. Recuerda sus últimas palabras: Culebra, te arrepentirás de todos tus pecados. Pues bien, había llegado el momento de arrepentirse y de asumir las faltas cometidas durante toda su vida. El Culebra pide perdón, tartamudo, su voz se desvanece en un mordisco de labios.

La sombra termina lo que había empezado: Tres.

Un disparo pellizca la noche y arquea la luna a través de la ventana. La habitación se ilumina en un convulso deseo. La luna deja ver el cuerpo del Culebra muerto en el suelo. Un espectro se difumina como una silueta cuando llega la luz.

Conde Soto

2 comentarios:

  1. Conde,
    Usted escribe de maravilla. Me ha encantado su cuento. Me gustaría leer más cosas suyas.
    Un saludo.

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  2. Querido Conde. Anónimo y yo estamos de acuerdo. Me gusta mucho la fluidez del texto. En unos pocos párrafos, construyes la taberna del Mirlo con un lenguaje directo y natural. Pero, pronto es claro que no importa mucho el Mirlo, sino sólo el espacio donde está el Culebra. Y mantienes muy bien la intriga de qué es lo que va a pasar. Asimismo, te confieso mi admiración y mis más sinceros deseos de plagiarte, o inspirarme en, la imagen "enredadera del tiempo".

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